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Alguien tiene que hacerlo

El mundo de los libros es muy diferente a lo que era hace ochenta, cien o doscientos años. Se publican más libros —títulos y ejemplares— que nunca y, en términos absolutos, hay más personas que saben leer y que leen. Pero este cambio no se reflejó en la diversificación de medios, contenidos y productores, sino en la inclusión de la industria editorial al mundo del espectáculo y su concentración en grandes empresas.1 Esto tiene consecuencias sobre qué tipo de libros se publican, cómo se venden y quién los compra (o lee). Es difícil pensar que una empresa privada, con fines de lucro, tendría interés en publicar obras de poca circulación y tirajes cortos, que es deseable que existan. En la década de los años treinta había un problema parecido (falta de libros específicos), que se resolvió con la intervención oportuna del Estado, mediante la creación del Fondo de Cultura Económica.
Para entender la importancia del Fondo, primero hay que aludir a su historia; el entorno en que se creó, sus metas iniciales y su permanencia. Después, hay que aclarar algunas nociones sobre los compromisos del Estado en la cultura y la distinción —cada vez más borrosa— entre los ámbitos público y privado.

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El Fondo en una nuez
El Fondo de Cultura Económica nace por la confluencia de dos procesos históricos: la crisis de 1929 y la guerra civil española. En 1934, Daniel Cosío Villegas lo funda con el objetivo concreto de llenar un hueco editorial en materia económica. La idea era simple: el conocimiento técnico sobre la economía es la mejor herramienta para evitar que se repitan los acontecimientos de 1929 y, por lo tanto, es necesario tener material disponible (en español) para los estudiantes de la Escuela Nacional de Economía. Tiempo después, el exilio español ofreció el capital intelectual suficiente para fortalecer y consolidar el proyecto editorial, ampliando su catálogo a otras ciencias sociales como política, sociología, filosofía, literatura e historia. El Fondo surge, pues, del pragmatismo brusco de Cosío Villegas (Antonio Alatorre decía que su lema pudo haber sido “ir al grano”) y de la sensibilidad intelectual que aportaron mexicanos y españoles exiliados, para salvar una brecha estratégica en el mundo editorial mexicano.
La editorial quedó marcada, desde su origen, por el entorno que propició su creación y los personajes que la construyeron. En una carta dirigida a Alfonso Reyes en 1940 para conseguir fuentes de financiamiento —redactada por Cosío Villegas, firmada por Eduardo Suárez, Eduardo Villaseñor, Gonzalo Robles, Jesús Silva Herzog, Emigdio Martínez Adame y Enrique Sarro—, se destaca la naturaleza distinta del Fondo y su misión educativa:
“Mi distinguido amigo:
Nos parece innecesario hacer a usted una historia del Fondo de Cultura Económica, de sus fines y proyectos, puesto que la feliz circunstancia de ser él impresor y distribuidor de las obras que publica La Casa,2 ha puesto a las dos instituciones en relaciones íntimas y cordiales.
Sólo quisiéramos recordar que el Fondo es una institución de cultura y que hace una obra que difícilmente haría una empresa meramente comercial; que, en esas condiciones, pensamos que no estaría fuera del programa de ayuda que La Casa ha venido realizando con intelectuales españoles y mexicanos, y con culturales del país.
El Fondo apela ahora a instituciones bancarias del país, fideicomitentes originales suyos, y a nuevas instituciones, como La Casa, para ver de lograr una ampliación de recursos que le permita asegurar de un modo ya definitivo su programa educativo”.3
De la carta se desprenden dos ideas particulares sobre lo que debería ser la editorial. Primero, un organismo público, ajeno a las reglas del mercado, con libertad para publicar libros cuya existencia es, si no indispensable, por lo menos deseable. Segundo, en su misión subyace una visión particular de la lectura: tiene una función; sirve para educar, preparar y transformar a las personas. ¿Son vigentes estas razones para justificar la intervención del Estado en el mundo editorial actual?
El Estado entre lo público y privado
Hoy la situación es muy distinta, pero la esencia del problema es la misma y su solución sigue vigente. La discusión sobre los fines del Estado tiene una tradición muy amplia en la filosofía política, que no tiene caso tratar aquí. Lo que me interesa señalar es que, en las últimas décadas, la teoría económica fue una fuente rica de argumentos para criticar la intervención del Estado y sus fines (seguridad, hacer cumplir derechos de propiedad, reducir costos de transacción, fomentar el crecimiento).
Dentro de las perspectivas más moderadas, la discusión se reduce a la distinción entre los ámbitos público y privado. ¿En qué actividades es necesaria o benéfica la intervención del Estado? Hay cuatro razones para justificarla: fallas de mercado (la provisión de un bien o servicio es ineficiente o incompleta), externalidades (los costos o beneficios no se reflejan en el precio, alguien no está pagando), redistribución (transferir recursos de los sectores con mayores ingresos a los más pobres) y bienes públicos (no están claros los derechos de propiedad o se requiere un aparato complejo para ofrecerlo). En las cuatro subyace la idea de que lo público es un ámbito distinto y se maneja con valores distintos; no siempre se busca la maximización de utilidades, sino igualdad en el acceso y distribución de recursos, bienes y servicios.
En las democracias modernas, una crítica frecuente a las políticas públicas e instituciones estatales es que no tienen fines redistributivos (tercera razón). ¿Para qué nos sirven los museos, un programa espacial, un centro de investigación, una editorial, si no benefician a los más pobres? Mi respuesta es que muchas políticas e instituciones no son mecanismos redistributivos y no tienen por qué serlo.
En este caso, la existencia del Fondo se puede sustentar con la primera razón. Hay una falla de mercado (un mercado incompleto de libros), que justifica la intervención estatal: es de interés público que existan ciertos libros, que el mercado no produciría (y no  produce). El Fondo no es, pues, un instrumento del Estado para redistribuir la riqueza, ni ofrece libros a menor precio para distorsionar el mercado; aporta un catálogo específico al mundo editorial en varios países, que de otra forma no existiría y vale la pena acercar al público. Es evidente que la lógica del mercado condiciona el contenido de los libros, por lo que es deseable —si no es que indispensable— tener una editorial que no esté inscrita a los criterios de venta y popularidad.4
Ahora bien, se podría decir que la posibilidad de “autopublicarse” en internet o editoriales pequeñas resuelve el problema. Cualquiera puede publicar, sin muchas restricciones, lo que sea. No me interesa minimizar la importancia e influencia de las publicaciones en línea, pero, como escribió Omegar Martínez hace unos días, “se necesita ser intencionalmente obtuso para creer y afirmar que publicar algo en el FCE es igual que publicarlo en mi pinchurriento blog”. El exceso de contenido reduce los criterios para discernir entre los libros buenos y malos (que yo creo que existen, aunque es otra discusión). El Fondo no sólo produce, distribuye y vende libros, también pone su sello en obras que considera valiosas; guía y orienta al lector, como cualquier sello editorial.
A manera de conclusión, México es muy diferente de lo que era en 1934, pero esa no es razón para cuestionar la existencia de una institución que se adaptó a su entorno y cumple una función esencial para muchos lectores de México. Cuando veo los edificios del Fondo de Cultura Económica y El Colegio de México, que son vecinos en el sur de la Ciudad de México, me gusta imaginar que se construyeron a imagen de sus creadores. Daniel Cosío Villegas (alto y delgado) y su amigo Alfonso Reyes (no tan alto y un poquito más ancho), hechos del mismo material —trabajo duro y claridad de pensamiento— pero con formas muy distintas, permanecen de pie para recordarnos que hay edificios que vale la pena construir y conservar.
La misma frase con la que se pudo haber justificado la creación del Fondo de Cultura Económica es la misma que puede justificar su existencia y permanencia: “si nadie va a publicar estos libros, pues lo hacemos nosotros”.










1 Véase Fernando Escalante, A la sombra de los libros. Lectura, mercado y vida pública, México D.F., El Colegio de México, 2007.
2 Se refiere a La Casa de España, institución que antecedió a El Colegio de México. En ese momento no tenía instalaciones definidas ni tenía programas educativos; era un medio para coordinar las actividades de académicos españoles —que llegaron a México después del exilio español— en diferentes universidades e instituciones educativas (Javier Garciadiego, Alfonso Reyes y La Casa de España, Nuevo León, UANL, 2009).
3 Alfonso Reyes, Testimonios de una amistad: correspondencia Alfonso Reyes/Daniel Cosío Villegas, 1922-1958, México D.F., El Colegio de México, 1999, p. 77. (Cursivas mías.)
4 “A la industria editorial le interesan sobre todo los lectores ocasionales [que leen dos o tres libros al año: son más fáciles de contentar, no porque le sirva cualquier cosa, sino porque su abanico de opciones es más reducido y predecible; lee para entretenerse], porque son los que permiten una venta masiva; los programas públicos de fomento de la lectura querrían, en cambio, al menos teóricamente, favorecer el aumento de los lectores habituales [leen todos o casi todos los días, y tiende, a partir de un repertorio de lecturas más o menos extenso y complejo: es selectivo, maniático, exigente e impredecible]. La diferencia no es sólo de volumen: se trata de dos formas de leer que se decantan por diferentes tipos de libros (Fernando Escalante, op. cit., p. 72).


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